martes, 6 de marzo de 2007

Concilio y Música Sagrada

Prólogo de don Alfonso Letelier Llona al libro "Concilio y Música Sagrada" escrito por Monseñor Francisco Valdés Subercaseaux ofm. Cap., Obispo de Osorno y Pdte. De la Comisión Nacional de Liturgia, Publicado en Osorno, en abril de 1966.

PRÓLOGO
Estudiando atentamente el proceso cultural en cuyo seno se generó la monodia cristiana, se desprende naturalmente la conclusión de que, tanto su motivación como el alimento que la nutrió hasta conducida a la cima de su sig­nificación religiosa y musical, lo constituyen una fe religiosa. Una fe religiosa que aparentemente, en forma paradojal, por una parte supedita el pensamiento filosófico (y el científico bien limitado entonces) a los postulados de esa fe, y por otra, le inyecta un dinamismo capaz de lanzarlo, en el curso de su desarrollo, hacia las más audaces aventuras. Para lo primero, para establecer la precedencia de la fe sobre el pensamiento, tiene de sobra con la autoridad inapelable e innumerable del martirio; para lo segundo, para lanzar la inteligencia y la imaginación humana por los ca­minos de un progreso insospechado, propone al hombre, a su corazón y a su cuerpo, la tre­menda posibilidad de hurgar en el infinito de a manera desconocida hasta entonces. Esa fe tuvo un poder de provocar la más vehemente y característica respuesta humana a todo lo que el hombre le es dado expresar.
El Cristianismo como religión hubo de estructurarse no sólo en los órdenes filosófico y moral, sino además en su culto en cuyo seno la música palpitaba como una necesidad de sión más allá de la palabra. "El que jubila, ­dice San Agustín (Jubili se llamaban las vocalizaciones de los Aleluyas), él no pronuncia las palabras, es un canto de alegría sin palabras; es la voz de un alma plena de alegría que expresa tanto como ella puede el sentimien­ to sin comprender el sentido". De allí que la música surgida como expresión de conceptos y vivencias tan extensos como profundos no sólo sea la perfecta interpretación ­del contenido de los textos que canta, sino además posea las condiciones indispensables del arte y de la belleza. Así lo han entendido en otro tiempo los Padres de la Iglesia y los Papas que se ocuparon de la música, desde San Ambrosio, San Hilario de Poitier, San Isidoro de Sevilla, a San Gregario Magno, el gran orde­nador de la liturgia, y de allí hasta nuestros días San Pío X, Pío XII y Pablo VI. Sus disposiciones sobre la música en la Iglesia dejan en claro dos cosas: La reiteración del valor que le asignan al tesoro musical de la Iglesia el Canto Gregoriano y la Polifonía Religiosa surgida de él, y sus cuidados porque la nueva música que venga a enriquecer el culto sea apropiada. Es decir, que responda en lo litúrgico y en lo artístico a las exigencias de los grandes misterios de la fe. Si esto es lo que debe subsistir ante cualquiera otra consideración, como parece lógico, la "puesta al día" de la liturgia en materia de música debe enfocarse con el doble cuidado de que sirva a ella y de que se mantenga dentro de un nivel de calidad que se exige a cualquier manifestación artística.
Porque ha de entenderse que por muy litúrgica que fuera una música ha de ser necesariamente antes que nada música; si así no fuera, carecería de sentido su uso para ese objeto. En nuestro tiempo y en nuestro país, el fer­vor renovador ha derivado hacia un afán de innovación, imaginando que la Iglesia ha de ponerse al día enterrando lo que ya no responde ­omento que vive el mundo. Pero se olvida que esa música, digna de enterrarse y de relegarse al museo, surgió, como hemos dicho, de una fe inconmovible en sus fundamentos de tal man era que las contingencias de la historia no pueden modificarla. Dicha música por lo tanto, que posee todos los atributos propios de un arte consumado, mantendrá su vigencia, así cambien las circunstancias históricas, políticas o sociales de la humanidad. Por lo demás, el Concilio Vaticano recién terminado ha dicho con precisión en el Art. 116 de la Constitución Conciliar que "prescribe el Canto Gregoriano afirmando q ue a él corresponde el lugar principal en la Liturgia Romana y agrega en el Art.117 que debe hacerse la edición típica de los libros publicados hasta ahora desde la restauración de San Pío X".
La supresión o el reemplazo del Canto Gre goriano y de la Polifonía religiosa que se pre­coniza en la avalancha reformista actual basán­dose en la idea de que es una expresión ajena al "pueblo" (de hoy, habría que agregar) o que no toda la comunidad puede cantar, sugiere algunas observaciones: Los errores de toda índole en que se ha in­currido en un afán de introducir como música litúrgica aires o ritmos populares y folklóricos se parecen a abusos semejantes que ocurrieron en el siglo XIV y XV y que fueron severamente sancionados por el Papado. Por otra parte, ¿es efectivo que el pueblo prefiere estos pastiches a la música auténtica­mente litúrgica? ¿No constatamos con sorpre­sa y satisfacción que en Chile, en donde existen innumerables coros, muchos de ellos constitui­dos por personas modestas, cantan con toda facilidad la Polifonía Religiosa Renacentista? ¿Por qué no podría hacer otro tanto la Iglesia? ¿Es indispensable que cante la comunidad entera dentro de la cual, necesariamente se contará con personas de buena y mala voz, de buen y mal oído, resultando a menudo un canto insoportable, desafinado y en consecuencia irrespetuoso? Efectivamente, la participación activa de toda la comunidad en el canto suele estropear el aspecto artístico que la liturgia exige a la música en el templo. Por otra parte, escuchar música es participar en el fenómeno musical; mayormente lo es en el caso de la música en el templo. La oración cantada, que eso es el canto litúrgico, por un coro pequeño pero adiestrado puede liberar a la comunidad de cantar activamente; no deja de orar quien recite mentalmente y con atención lo que el coro cante. Esto, mientras se capacita al pueblo con una mayor y eficiente formación musical. Celebramos con entusiasmo este libro que aparece revestido de gran autoridad. En efecto, no en vano su autor es destacadísimo miembro de la Jerarquía Eclesiástica chilena, profundo conocedor de la liturgia y hombre de gran cultura y preparación musical.
Esperamos que esta obra, que se hacía indispensable y que sin duda tendrá repercusión más allá de nuestras fronteras, logre su objetivo cual es el poner orden, equilibrio e indicar maneras de hacer en medio del indiscriminado afán renovador que más que nada demuestra un complejo de inferioridad. Que además sacuda la indiferencia y la ignorancia; que nuestras iglesias cuiden sus órganos, instrumentos que en su mayor parte yacen en lamentable estado de abandono y destrucción. Todo esto es más importante que las misas folclóricas o que otros intentos musicales igualmente inapropiados. Su Santidad el Papa Pablo VI ha dicho "que el prurito de la novedad no supere las justas medidas, que el patrimonio de la tradición litúrgica no sea ni descuidado ni olvidado; que si así sucede, no se podrá hablar de renovación sino de destrucción de la Sagrada Liturgia".

ALFONSO LETELIER LLONA
Profesor extraordinario de la Facultad De Ciencias y Artes Musicales Universidad de Chile
[1] Alfonso Letelier recibió el Premio Nacional de Música en 1968.

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