por “Benedicto XVI, 22 de noviembre del 2006”
Permítanme dar, por todos, una cordial bienvenida a los jóvenes artistas bávaros, los "Domspatzen" que han enriquecido con decoro las celebraciones que he presidido en la catedral de Ratisbona, y a la presidencia de la “Consociatio Internationalis Musicæ Sacræ”, con la que he colaborado varias veces.
Todos conocen mi pasión por la música y muchos de ustedes conocen quizá las páginas donde he escrito las reflexiones sobre la liturgia y sobre la música durante mi misión de docente universitario y mi ministerio de pastor en Munich y en Roma. Por mi parte he leído con interés, a veces con estupor no disimulado y estremecimiento, algunas páginas que expresaban varios juicios, deseos y temores cuando fui llamado a suceder al amado pontífice y predecesor mío Juan Pablo II.
Siendo hoy obispo de Roma, justamente porque siento una particular propensión por la música, permítanme dirigirme a ustedes con familiaridad y simplicidad, casi diría con la confianza que entre amigos derrumba los recelos y los temores.
Tengo el firme convencimiento que en la Iglesia Católica el compromiso musical es escaso. Lo que ciertamente depende de aspectos musicales, como por ejemplo, puede ser aquí en Italia, el analfabetismo difuso al que son condenados los jóvenes que no encuentran en las instituciones escolares una adecuada ayuda formativa. El problema según mi humilde punto de vista, es sin embargo bastante más grave y trasciende el campo de la música; tiene que ver con todo nuestro continente y el mundo entero.
Donde no hay profundo interés por la música sacra es porque ante todo no hay cuidado con la liturgia. Una difundida infiltración mundana ha trastornado el orden de las cosas y ha favorecido el surgimiento y la difusión de un nefasto convencimiento: la liturgia sería una serie de operaciones culturales hechas por el hombre según los propios gustos individuales, como le gusta, cuando le gusta, si le gusta. Se ha perdido el sentido místico de lo que en la Iglesia y para la vida de la Iglesia ha sido —y todavía es— el "Opus Dei". Es decir, la obra que nosotros realizamos en relación a Dios elevando a Él nuestra oración; pero ante todo —y esto es lo más importante, lo esencial— es lo que el Espíritu de Dios realiza en nuestro corazón y lleva a cabo cuando en la totalidad de nuestra persona somos transfigurados y hechos capaces de dirigirnos a Dios con el dulce apelativo de "abbá", papá.
La liturgia no es un momento que se pueda relativizar en el camino de la fe, que se pueda hacer u omitir según le plazca a uno; ni siquiera puede ser manipulada y trastornada en la búsqueda afanosa de encontrar adhesión y aplauso. La liturgia es un momento privilegiado y único en la historia de la salvación: tiene como protagonista al Señor Jesús que nos llama a seguirlo a través de su vida escondida en Nazaret y la vida pública en los compromisos sociales, en el difundir la buena nueva de las Bienaventuranzas y en el estupor silencioso de la adoración.
La liturgia es antes que nada hacer memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor que ha abierto su corazón, confiando los secretos más íntimos a través de las palabras del Evangelio. Por estos motivos, queridos amigos, vuestra formación de músicos de Iglesia no puede limitarse a las ejercitaciones corales, al estudio del instrumento y a la profundización de las técnicas de composición. También en vuestro itinerario formativo existe una prioridad: una rigurosas y a la vez apasionada toma de contacto con la Palabra de Dios. Este compromiso encuentra un punto de apoyo en el estudio de la vida de la Iglesia y del devenir histórico de los ritos litúrgicos, de su significado teológico y espiritual. Estos conocimientos no deben limitarse a la esfera de un memorismo estéril, sino que son el inicio de un camino hacia la maduración interior que introduce a la sabiduría espiritual, al gusto de las cosas de Dios, a percibir la realidad y el valor de la liturgia en la vida cotidiana.
Pensarán entonces: dentro de poco el Papa nos dirá que debemos cantar sólo el canto gregoriano. Lo diría de modo espontáneo y muy conmovido. Pero me detienen dos consideraciones: la primera, trágica —conozco el peso de esta palabra—, es que poquísimas comunidades estarían hoy en grado de desarrollar de manera digna un programa musical exigente. No se dejen engañar por las apariencias: el canto gregoriano, el que hoy cantamos a una sola voz, es bastante más difícil que cantar en modo creativo. Pienso por otra parte en la línea simple de la salmodia: su ejecución límpida requiere una tensión espiritual y una corrección verbal que se adquieren sólo con un compromiso por largo tiempo en la oración personal y en el canto comunitario. La segunda consideración: el canto gregoriano constituye una experiencia fundamental y todavía actual en la vida de la Iglesia, lo que también puede decirse, en diferente medida, de la polifonía sacra. Pero la vitalidad de la Iglesia, que todavía se manifiesta en el actualizar hoy la experiencia orante del pasado (no porque es del pasado, sino porque nuestros padres han alcanzado un valor de actualidad perenne), exige una sabia composición sinfónica entre "nova et vetera", entre conservar e innovar.
Algunos de ustedes quedarán desilusionados, pero es necesario tomar decisiones cautas y prudentes en este momento particularmente crítico en la vida de la comunidad cristiana. Ella está perdida, confusa, ha perdido o no encuentra precisamente puntos de referencia. No considero oportuno decir que esto o aquello está prohibido. Pienso que las catequesis del magisterio eclesial y las normas del derecho canónico sean ya suficientemente explícitas y claras.
Estoy convencido que la cosa más urgente por hacer sea la recuperación de la identidad cristiana a través de un renovado compromiso espiritual. Músicos de la Iglesia, antes de cantar, tocar y componer cualquier fragmento que sirva para la glorificación de Dios y la santificación de vuestras asambleas, recen, mediten en la Palabra de Dios y en los textos de la sagrada liturgia. Recen.
Háganse espacios de silencio para la adoración, arrodíllense delante de la Eucaristía, concédanse horas de atónita adoración. La renovación de la música sacra exige una profunda piedad que brota de la escucha de la Palabra y de la oración que de ella deriva. Pongamos las bases para un renovado edificio eclesial que se distinga por la belleza y armonía, luminosidad y transparencia. Para que este camino encuentre un impulso concreto y fáctico, quisiera dirigir una apremiante invitación a vosotros, mis queridos hermanos en el episcopado. ¡Cuidad la formación del clero! Ayuden a los seminaristas a volverse ministros de la Palabra de Dios y no fríos burócratas y meros organizadores. Cada uno sea animado a encontrar el tiempo del "otium" necesario para cultivar la lectura que no sirve necesariamente para aprobar los exámenes académicos, pero que son necesarias para la formación integral de la persona: lecturas de textos poéticos, lecturas y escucha de música, lectura de obras de arte pictóricas y escultóricas, lecturas de arquitecturas que dan el sentido de los espacios interiores que se proyectan no hacia lo alto, sino hacia el Altísimo.
Que se cultive en los seminarios la música como descubrimiento y experiencia vivida de inéditas e infinitas vibraciones interiores. Que se cante cada día en modo digno algún fragmento del patrimonio gregoriano, también con la intención de dar a los nuevos pastores de almas el sentido del canto litúrgico. Así ellos adquirirán un sólido criterio de evaluación para acoger en el futuro nuevas composiciones, diferentes en el lenguaje, pero similares en el significado espiritual. No los entretengo más, queridos amigos, pero os aseguro que están presentes en mi corazón.
No decepcionaré vuestras expectativas de una renovación de la música sacra. Espero poder donarles dentro de no muchos meses un documento oficial, quizá una encíclica, o quizá un "motu proprio". Pienso en un texto que afronte en modo positivo y sistemático las cuestiones de la música sacra, una "magna charta" que delinee el universo litúrgico y su música, que proporcione puntos de reflexión teológico-espirituales y claras líneas operativas. ¡Queridos músicos de la Iglesia! Espero volver a encontrarlos pronto colmados de aquella sensibilidad que hace a todos vosotros activos colaboradores en el campo del Señor.
Desterrad concordes la cizaña efímera de la banalidad y de la dejadez, cultivad las flores de la belleza exuberante que expande el perfume del Espíritu. Que vuestras voces sean profecía de la Palabra que anuncia un alba radiante de esperanza en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario